¿Alguien sabe para qué sirve ese botón que hay en el apartado de sillas del tranvía que tiene el símbolo de una silla de ruedas? Yo os lo digo: para nada. Es un generador de expectativa sin alma. Un capricho del prototipo, que salió adelante sin protocolo de uso, se ve.
Una de mis niñas me dijo que ese botón es para avisar al conductor de que en la próxima parada se bajará una silla de ruedas. Se espera, pues, que, tras el aviso, la persona al mando esté a la altura de la necesidad; esto es, que ofrezca el tiempo suficiente para que la silla pueda hacerse paso entre el gentío, colocarse debidamente, alcanzar la puerta y salir. Qué bien pensado, ¿eh? Pues desengáñate: salir con una silla de ruedas del tranvía es ir a por todas, como si fueras Sylvester Stallone huyendo de las llamas que avanzan tras él, en el túnel más largo de la historia de la construcción.
Cierto es que el ser humano tiene un resorte de humanidad que se activa automáticamente ante las situaciones de vulnerabilidad fragilidad. Casi cada vez que me he jugado la pata quebrada en el tranvía, ha habido alguien que se ha movilizado para facilitarme el acceso o sujetarme la puerta. Y menos mal, porque los chóferes de tranvía —salvo honrosas excepciones—, señoras y señores, pasan de las sillas de ruedas y de todo aquel hombre o mujer que no sea capaz de salir del vagón en un tiempo pensado para personas jóvenes y/o sanas. Huelga decir que ni una silla de ruedas, ni una de bebé ni una persona con dificultades de movilidad intentará acercarse a la puerta de salida con el tranvía en movimiento, si siente algún aprecio por su integridad física.
Desde esta nueva posición que imponen mis circunstancias, el mundo se siente distinto y básicamente hostil. Cierto es que la nuestra es una ciudad altamente accesible, por lo que tengo que reconocer que la percepción nace de mí y de mi shock postraumático. Pero estoy en ese punto: enfrentar la calle sentada es ahora mismo para mí un acto de valentía.
Felizmente, han pasado ya esas primeras semanas de salir al mundo con el paso de infantería congelado y clavado sobre un tablero. Si no se ha vivido, es difícil entender cómo se siente una persona, cuando su parte más vulnerable sobresale medio metro por delante de su cuerpo: todos los coches van a por ti a velocidad excesiva, comandados por personas que no miran al frente; todos los balones se dirigen directamente hacia la pierna rota y expuesta, la chiquillería corre a tu alrededor sin respetar la orden de alejamiento que, piensas, debería sobreentenderse; y las personas que hablan por tramos en las aceras se vuelven una amenaza, porque se paran de repente ante ti y te las comes. La Policía Local debería amonestarles por no llevar luces intermitentes y reflectantes, pero como no van bici, este tipo de sanciones a los agentes no les pone.
Ayer subí por primera vez a un autobús urbano con la silla de ruedas. Ahora voy con una motorizada. La situación de partida podría parecer más favorable, ¿no? Pues, oye, nunca más.
Socorro. Esa rampa empinada que te mueres y yo con un arma de destrucción masiva descontrolada: acelera lo suficiente para salvar la rampa, pero hazlo sabiendo que al otro lado hay metro y medio de profundidad y personas que no te han hecho nada (que tú sepas; a lo mejor alguna es conductora de tranvía o munipa). Sudores y algún ahogado gritito también, mientras temes que la silla vuelque hacia atrás o te retiren la rampa antes de tiempo.
La vuelta la hice «a pie».
Debe ser que soy novata en movilidad sobre ruedas y, en particular, sobre ruedas motorizadas. Todo aprendizaje requiere tiempo y yo estoy en primero de Dependencia. Debe ser eso, porque yo veo cada día a otras personas en silla de ruedas que tienen el gesto relajado, parece que disfrutan de su tránsito por las aceras, maniobran como Michael Jackson y suben y bajan, sin artificios ni aspavientos, de tranvías, autobuses y bordillos deteriorados. Mi respeto para todas ellas y mi más absoluta admiración, porque yo, cada vez que salgo a la calle, los pelos como escarpias.