Treinta y cuatro años, un niño de cuatro y un viudo desconsolado. Una familia destrozada y la más razonable de las preguntas en el aire: ¿por qué?
Izaskun se ha zafado de su enfermedad al fin y su pérdida ha hecho saltar por los aires las piezas del puzle. No la conocía mucho, pero la estimaba. Era guapa, tenía unos ojos preciosos, buena conversación, sabia cocinar de maravilla y siempre le restaba importancia al trabajo y al resultado final de sus platos.
No se me olvida esa descarga negativa que atacó mi cuerpo la noche que nos contó que tenía que operarse de una malformación en el cerebelo. Sus palabras pretendían serenidad y su lenguaje gestual y su mirada transmitían gravedad y miedo.
Hoy Izaskun está muerta y las cosas que pasan parecen no saber nada de la ley de la vida. Uno no debe morirse cuando no le toca, cuando tiene pendiente modelar una personita para que sea un día un hombre de bien, cuando le quedan tantos años para llevar a cabo el proyecto vital que asumió con ilusión un día, mirando a su chico a los ojos…
Izaskun está muerta, no voy a verla nunca más y me parece mentira. Hace tan poco tiempo que compartimos mesa y risas.
Apremia en mi alma la necesidad de celebrar la vida. Ésa que motejamos con tanta frecuencia y que nos da tantas cosas que no valoramos. Pienso en mis hijas, en mi marido, en la gente que me quiere, en mis padres y en mis hermanos. En mi salud. En la casa que tengo, en mi trabajo, en mis proyectos, en mis capacidades, en mi alma dañada y reparada tantas veces… Y sé que necesariamente tengo que celebrar la vida, mi vida. Porque sólo estando viva puedo asumir los retos, solucionar los problemas, abrazar a la gente que quiero y llorar por los que se van dejándome su recuerdo.