-¡Qué poco acostumbrados estamos a ver atardeceres! -dice Javier, mientras los colores del ocaso alumbran la carretera como si fueran versos-. Como en Vitoria está siempre nublado…
Así es. Y precisamente por eso, este instante atrapado por mi linda Olarizu, nos atrapa en unos minutos de belleza sobrecogedora. La vida está constantemente obsequiándonos con bocaditos de hermosura y milagro, que no siempre apreciamos. La urgencia del camino, el muelle interior que nos arranca del momento… La melodía del flautista que se nos cuela por el oído para llevarnos en alegre fila a otro lugar, junto a otros niños y niñas que también dejaron de prestar atención a la puesta de sol que se les ofrecía, seducidos por la promesa de algo mejor que quizá no lo fuera tanto al cese de la tramposa melodía.
El atardecer tiene algo de nostalgia, de oportunidad perdida, porque ya ha dado de sí todo lo que podía el día. Desprende una balsámica dosis de reconocimiento, de recompensa por haber llegado al cierre de la jornada, muchos días tras haber superado un buen número de obstáculos.
Pero sobre todo, el atardecer es una invitación abierta al agradecimiento por un día más de vida. Con nubes rosadas, anaranjadas, violetas… o con nimbos en gama de grises, que obligan a imaginar por dónde se estará metiendo el sol. Con ganas de abrazar el descanso o con la ilusión de una noche de fiesta joven y prometedora…, el día se recoge como el envoltorio de un regalo que reinicia por arte y magia al llegar la aurora.