Hoy me he acordado de ti, mamita. Lo digo como si hubiera un solo día en el que no lo haya hecho desde que te fuiste.
Me he acordado de ti con más intensidad, porque te he visto; te he visto en mí, en un mohín que ha dibujado mi sonrisa. Estás cada día más presente en mis gestos, en las expresiones que utilizo, en algunas de las cosas que pienso, en mi mirada. Nunca como en los últimos tiempos había oído tanto lo de cada día te pareces más a tu madre. Pues qué bien, mami. ¿A quién mejor que a ti?
Te habrás reído, cuando esta mañana me afanaba con el pasapuré que tantas veces te vi utilizar. Ha sido al terminar, al girarlo para rebañar el colador por abajo, cuando he fruncido el labio como tú lo hacías, mientras con una cucharilla recogías el resto y lo lanzabas al recipiente. Hacías ese mismo gesto rebañando los yogures.
Qué cosa tan cotidiana, mamá, y qué interesante me debía parecer, cuando, de alguna forma, decidí registrarlo en mi cabeza y que pasara a fornar parte de esas pequeñas cosas que ocurrían en esos sencillos momentos que dejamos de compartir y que no volverían nunca más.
Tú y yo sabemos que las posibilidades de que yo empuñe un pasapuré tienden a cero… Por eso me parecen tan increíbles tus maniobras para saludarme y que no me sienta tan huérfana como me siento tantos días. De pronto estabas allí y te he devuelto el saludo: Hola, mamá. No sé por qué me ha dado hoy por desayunar papilla de frutas. Ni sé por qué, cuando ya tenía todos los trozos en la picadora, resulta que no funcionaba. No alcanzo a imaginar qué suerte de lucidez ha iluminado mi pensamiento, para recordar la existencia de un artilugio tan ajeno a mi experiencia de vida como el pasapuré… Ay, mami… Eres tremenda… Y más bonita que ninguna.