Mis niñas están que se salen. Lo de venir a casa a comer a mediodía las tiene inmersas en una burbuja de satisfacción que me contagia. Salen corriendo de clase, como sin creerse que al fin se haya hecho realidad: a casa con mamá. Corretean de aquí para allá al tiempo que intercambio saludos con otras madres, padres, abuelos y abuelas. Y cuando llegan a casa, se ponen a jugar juntas mientras apaño la comida. Las oigo cascabelear por aquí y por allá, y me encanta.
Los nuevos mediodías transcurren cotorros. Se quitan la palabra la una a la otra mientras comemos y yo disfruto recopilando información, tantas veces silenciada por el cansancio o, simplemente, el olvido, después de tantas horas de clase.
Ayer, después de comer, un elemento nuevo entró a formar parte de nuestro bodegón:
—Queremos un cafelito.
—¿Un cafelito?
—Sí. Un cafelito, que nos encanta.
Javier les dijo que también tenían incluido con el menú un purito y un chupito de licor…
Así que les puse una jarrita con café descafeinado y otra con leche. Era para verlas: echándose un culín de cafelito en la tacita y rellenándolo con leche, azuquítar… y allí estaban: mis dos monillas, en pleno auge de satisfacción vital, tomándose a cucharaditas el cafelito.
Momento impagable que rescata la sonrisa y oxigena el alma.