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El grupo de la señorita Amapola

Lo veo anunciado en la prensa y tras un par de entrevistas me seleccionan para participar. Un conocido hotel de Barcelona va a acoger una experiencia previa a la implantación en la red de recursos sociales municipales, de un programa de acompañamiento a personas vulnerables en una etapa concreta de su proceso de recuperación. Un grupo de voluntarios y voluntarias convivirá por turnos con varias personas en situación de fragilidad y, al finalizar el tiempo previsto para el testeo del proyecto, cada uno y cada una deberá desarrollar un informe con los pros y los contras de un acompañamiento tan intensivo y tan comprometido.

Un chico con esquizofrenia, una mujer mayor con Alzheimer, un investigador con una carrera prometedora con linfoma de Hodgkin, una cantante de ópera en situación de calle… entre otras personas que no recuerdo.

La primera vez que reúnen al voluntariado para contarnos los detalles del proyecto que querían validar o no tras la experiencia piloto, nos llevan a una sala de reuniones del hotel con unas vistas espectaculares de la ciudad. Soy de las últimas en llegar y todo el mundo está fascinado con la visión tras la cristalera, pero reconozco de espaldas a mi amiga Raquel. Voy a acercarme para sorprenderla y celebrar que vayamos a participar juntas en la experiencia, pero no tengo opción, porque la señorita Amapola (sí, como la del Cluedo), nos pide que tomemos asiento, porque aquello va a empezar. Al girarse, Raquel me ve y nos sentamos juntas. Ya sentada, localizo a otras personas que también conozco bastante. El programa de voluntariado nos ofrece pensión completa y un smartwatch de Apple, con línea para podernos localizar y mandar notificaciones sin comprometer nuestras líneas privadas. Nuestros turnos son de ocho horas, pero no podemos salir del hotel. Es un hotelazo y tiene piscina, tiendas, cine, restaurantes… tipo resort.

Estamos ya en plena actividad. Voy poco a poco teniendo oportunidad de conocer a cada una de las personas participantes del programa y, aunque hemos sido advertidos sobre la necesidad de protegernos de generar vínculos excesivamente comprometidos, me resulta inevitable. Descubro que ninguna de las personas del grupo de muestra (así lo llaman y me parece terrible) ha sido informada de que aquello es un ensayo de un recurso que quizá no llegue a implantarse y que, en cualquier caso, de ser validado, las personas voluntarias serían reemplazadas por profesionales contratadas. Cada día alargo mi turno un poco más, para tener tiempo de hacer ronda con cada una de esas personas a las que he empezado a querer.

Durante el tiempo que dura la experiencia, mi amiga Raquel y yo no nos vemos. Tampoco hablamos. Quizá hubiéramos recibido la consigna de no hacerlo, para no contaminar las percepciones personales de cara a la redacción del informe final. Me encuentro muchas veces con un par de voluntarias a las que conozco y aprecio mucho: una compañera de colegio que tiene una tienda de ropa al lado de mi casa y una señora con la que coincido cuando saco al perro los sábados por la mañana. Sin embargo, nunca hablamos del programa. Hay un pacto no pronunciado por nadie que funciona: hablamos de lo que sea, pero nunca de lo que estamos haciendo allí.

Empiezo a dudar de lo delicado de este «programa piloto». No me parece bien que las personas a las que acompañamos no tengan toda la información. Me siento cómplice; las estamos tratando como conejillos de indias. No entiendo nada. Estoy segura de que otros recursos de los servicios sociales no funcionan de esta manera que me resulta tan cruel.

Es la víspera de que todo termine. Por eso, con más interés que ningún otro día, me detengo en mis últimas visitas con cada una de las personas. Me llevo un disgusto muy grande cuando la cantante de ópera me dice que tiene un día muy malo, porque tiene una sensación rara, «como de que se vienen cambios». No sé qué decirle y le animo a que me cante algo, porque eso siempre le pone contenta. Mi tiempo con el investigador es, como siempre, energético; ese hombre tiene esperanza suficiente para hallar soluciones a todos los males del planeta. Cuando voy a ver al chico que tiene esquizofrenia, me cruzo con mi compañera de colegio, que me para en el pasillo para decirme que se ha enamorado del chico y que se van del hotel juntos. Alucino mucho, pero me reservo mi opinión y le deseo mucha suerte. Entro a saludarlo a él y me hago la loca, porque no me cuadra nada lo que me acaba de contar mi compañera de 8º de EGB; ya entonces era muy fantasiosa.

Termino mi ronda con la mujer que tiene Alzheimer. En todo el tiempo que hemos compartido no la había visto como esa tarde: se comunica conmigo. Con frases sencillas, sí; pero coherentes. Me alegro mucho de compartir ese rato con ella, pero a la vez me pongo muy triste, porque me acuerdo de aquella tarde de lucidez que mi madre me regaló, unos meses antes de morir. Intento que no se me note y antes de salir de su habitación le doy un abrazo muy fuerte; tanto que ella se sorprende: «¿Te vas?». En ese momento, el reloj vibra y leo un mensaje en el que nos convocan a la reunión final. Eso me permite no mentir del todo y simplemente decirle: «Tengo una reunión ahora».

Voy por el pasillo con una sensación rara, como de estar en una película. Se me pasa por la cabeza, incluso, que no nos vayan a dejar salir del hotel.

Comienza la reunión. Todo el mundo se muestra muy contento y no tengo la sensación de que sea porque el programa ha sido un éxito. La gente está rara. Coincido con la prima donna de la 622 (sí, como la de la novela de Joël Dicker). Siento en el ambiente esa complicidad del grupo de amigos y amigas apretando un puñado de confeti y esperando detrás de una puerta a que llegue el momento de decir: «¡Sorpresa!».

El huevo Kinder no tarda en partirse en dos. La señorita Amapola, que confiesa llamarse en realidad Soraya Ochoa (¡Cómo no me di cuenta de que había gato encerrado! ¿Señorita Amapola?), nos cuenta que hemos participado en un montaje de una conocida escuela de teatro de Barcelona que, por primera vez, ha contado con la colaboración del Hotel Norecuerdoelnombre, para llevar a cabo esa experiencia que ha resultado apasionante para todas las personas participantes. ¿Para todas? La respuesta no tarda en llegar. Nos comunican que el grupo al que hemos estado acompañando será informado de todo mañana y que tienen la completa seguridad de que una experiencia como la que han vivido con «este fantástico grupo de voluntariado» les habrá aportado un montón de cosas buenas que «sin ninguna duda» aportarán a su recuperación. Asombrosamente sonrientes, la señorita Amapola, mis dos conocidas y otro hombre que estuvo —sin decir ni mú— junto a ella en la reunión del día en el que comenzó todo, nos piden las disculpas menos sentidas que yo haya recibido en mi vida y, mientras siguen hablando, yo solo oigo en mi cabeza la sintonía del programa Inocente, inocente.

Me conecto, de nuevo, al alegato final de la señorita Amapola y escucho que «por supuesto», nos podemos quedar con el smartwatch y que nuestra participación involuntaria en este ejercicio de teatro experimental será generosamente compensada… No escucho más.

Estoy devastada. Busco a mi amiga Raquel con la mirada y leo la desazón en su gesto. Espero a ver si ella también me busca, pero creo que está paralizada, quizá preguntándose lo mismo que yo: si no estaremos teniendo un sueño de muy mal gusto.

El numerazo ha terminado. La gente se levanta desconcertada y, antes de que puedan decir algo inconveniente, la tropa de la organización de tamaña macarrada se distribuye entre los voluntarios y voluntarias con sobreactuados agradecimientos, sonrisas y cheques metidos en sobres de gramaje considerable, para que no transparenten. Por empatía gestual, todos y todas les seguimos el rollo. Yo me riño por estar siendo amable y no arrojarle al momento toda la tensión que estoy sintiendo. Me riño, pero no reacciono. Solo sonrío y asiento todo el tiempo.

Estoy terminando de meter en la maleta todas mis cosas. Hago ademán de revisar la habitación, por si me he dejado algo, como siempre, pero no tengo ganas. Asumo que algo mío va a quedarse allí.

Mientras bajo en el ascensor desde la planta 15, mis emociones empiezan a vestirse de palabras que componen frases que arrojan rabia, dolor y mucho miedo. ¿En qué clase de mundo puede pasar algo así? ¿He sido víctima o cómplice? ¿Esto se puede hacer?, ¿debo denunciar lo que ha pasado en este hotel? ¿Les dirán la verdad a las personas del grupo de vulnerables? ¿El chico esquizofrénico estaba en el ajo con mi compañera de colegio y no tiene esquizofrenia ni nada? La mujer con Alzheimer, el investigador y la cantante… ¿también actores? Tengo un nudo en el estómago de tamaño inconmensurable.

En el vestíbulo está el grupo de voluntariado al completo. Solo falto yo. Al acercarme, veo a mi amiga Raquel con una sonrisa congelada, haciendo ver que sigue la conversación del resto. A la voz de «Ya estamos todos», uno de los voluntarios desbloquea el tirador de su maleta y echa a andar en dirección a la salida esperando que le sigamos. Así lo hacemos.

Vamos por una calle principal de Barcelona arrastrando nuestras maletas. Charlan unos con otros. Vamos en línea porque la calle es ancha. En el extremo, mi amiga Raquel y yo, que voy la última. En silencio las dos. Tengo muchas ganas de llorar y me duele la garganta. No puedo evitar que unas lágrimas redondas, densas, se escapen de mis ojos. Raquel, en ese mismo momento, me mira y después vuelve la vista al frente. Seguimos andando con la conversación del grupo en segundo plano. No puedo contener el torrente de lágrimas que me salen del centro mismo del corazón. Ralentizo la marcha para separarme lo suficiente del grupo y que nadie se dé cuenta. Raquel me imita. Rompo a llorar sin dejar de andar. Siento la angustia de mi amiga, pero no me mira. Solo dice: «Gracias». La miro sin entender y ella añade: «Porque ya puedo llorar yo también».

Me he despertado con la cara mojada. Miro el reloj y pienso en que Raquel estará dormida y me alegro mucho por las dos.

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