Cuando ya parecía que no podías ser más entrañable, entre un batiburrillo de frases de la lengua nueva que iba surgiendo de tu vuelta a la niñez, pronunciaste alto y claro, con una sonrisa abierta y tu mirada dorada: “Somos las mejores”. Te abracé fuerte y largo… Y me reí con tu punto redondo.
Hubo más veces y habría otras personas a las que regalarías tu amabilidad con esas tres palabras tan sencillas, tan honestas, saliendo de tu corazón generoso. Pero aquella primera vez (y todas las que vendrían después), tras la sonrisa compartida y el abrazo que te di, me puse triste. Todavía hoy no he podido localizar y rescatar de nuestra historia el origen de tu certeza. Sin embargo, a menudo recuerdo ese momento, porque me hace sentir bien que tú pensaras que éramos juntas, las mejores en algo que, sin duda alguna, compensaba por tu lado.