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El sofá azul

Ayer trajeron el nuevo sofá. Tras meses de obras y la familia desplazada a un apartamento pequeño donde aquello de “el roce hace el cariño” adquiere matices de ofensa, empezamos a ver el final. Quedan retoques: muchos, demasiados para el estado lamentable en el que enfrento la recta final del mes y del curso. Qué agotamiento. Vida (perra) + obra + mudanza = “que nos haya eliminado Nigeria-Paraguay, me quiero morir” (sé qué la mayoría no entenderéis la frase resultado de esta suma; lo explico en nota al pie[1]).

Pues eso. Utilizo esta frase mítica, porque mi amiga Marta me pidió que dejara de usar el “Dios mío, llévame pronto”, tan socorrido en momentos de desespero.

Vuelvo al punto en el que estaba antes de empezar a desbarrar (es el cansancio): ayer trajeron el nuevo sofá. Nos lo dejaron colocado en su sitio, en un salón-cocina que aún no respira ni luce, porque lo tenemos acogotado con cajas de cartón aún llenas, bolsas, cables, cosas que no sabemos qué hacer con ellas, y más cosas que no hemos tenido tiempo de decidir dónde irán. Y al verlo allí tan blanquito, tan nuevecito, tan lindo… me vino a la cabeza el sofá que lo precedió: el sofá azul.

Lo visualicé como si estuviera viéndolo en una fotografía. Junto a los cristales de la terraza, frente a una mesa baja machacada por las circunstancias de la vida que, básicamente, se concretan en ver crecer dos niñas. Lo evoqué y me permití un rato de añoranza…

El sofá azul era bonito y, por encima y sobre todo, cómodo, comodísimo. Pero no es por eso por lo que tiene un lugar destacado en mi memoria reciente. El sofá azul fue mi refugio, mi único lugar durante las veinticuatro horas de cada día de cada uno de los casi tres meses que duró la primera fase de mi convalecencia, tras el atropello que sufrí hace casi tres años. En el sofá azul me instalé. Su brazo se hizo organizado estante, para dar cobertura a todo lo que podía necesitar durante el día y también la noche. Allí dormía, comía, me pinchaba las heparinas cada día (drama), leía, estudiaba, recibía y… escribía. En la chaise longue, sobre una mesita con patas y un notebook, pasé horas y horas escribiendo mi segunda novela ‘MZUNGU. Mujer blanca extranjera’. Feliz. En el recuerdo presente de haber vivido momentos muy duros durante mi lenta recuperación, se me impone con mucha más fuerza el haber sido feliz en la esquina donde me abrazó mi sofá azul. Tiempo, soledad deseada, creación y la serenidad que da sentirse querida y bien cuidada se traducen hoy en una emoción que las agrupa y que irá ya para siempre ligada a este sofá que tiene un lugar de honor en el listado de ‘Cosas que se quedaron en mí cuando dejaron de estar junto a mí’. Estaremos de acuerdo en que se puede llegar a sentir un afecto muy grande por algunas cosas.

El sofá azul

Mi querido sofá azul: por tanto vivido, por tantos ratos compartidos, van estas líneas. Dice Baloo que el también te da las gracias 😂😂😂

Que nos quiten lo bailao’


[1] Esta es una frase que dijo un locutor cuyo nombre no recuerdo, de una emisora que tampoco recuerdo cuál era, en la retransmisión de un partido de un mundial de fútbol de no sé qué año, en el que el resultado del Nigeria-Paraguay suponía la eliminación de España. Mi marido y yo escuchamos este lamento desgarrado mientras seguíamos el partido por la radio del coche, y nos dio un ataque de risa. Los periodistas deportivos son así: hablan raro, incorporan conceptos raros en narrativas extrañas y lo hacen con un exaltado cante hondo que no me encontrará al otro lado, pero al que reconozco su mérito. “Que nos haya eliminado Nigeria-Paraguay, me quiero morir”. ¿Quién se atreve con el análisis sintáctico de esta frase? Ja, ja, ja… El caso es que esta coletilla se nos ha quedado en el baúl de recursos comunicativos de casa.

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