Desde última hora de la tarde, en una calle peatonal con árboles sumamente frondosos, hay unas cuantas bolas de lapislázuli camufladas entre frutos maduros desprendidos, hojarasca y bolitas pinchudas. Pertenecían a una bonita pulsera que ha salido disparada de mi muñeca, al lanzar con entusiasmo una pelota de tenis tras la que mi perro ha salido como un rayo. Y así, en un instante, he sentido cómo la perdía, se estrellaba contra el suelo y diseminaba por todas partes las bolas de piedra azul salpicadas de oro.
Estaba muriendo el día y el manto de nubes con el que hemos estrenado el verano por estos lares, no ayudaba. He recogido las tres bolas que he localizado a primera vista y las demás, hasta diez, las he ido rescatando del aviso de la noche, con la tímida ayuda de la linterna del teléfono. He buscado y buscado hasta que, con gran dolor de mi corazón, he asumido que no encontraría más.
Era una pulsera preciosa: de cuentas pesadas, únicas en sí mismas cada de una de ellas. No puedo creer que me haya quedado sin ella de una manera tan tonta. Estoy desolada. ¡Venga ya! Es solo una pulsera. “Puedes completarla con otras bolas que le vayan bien”. He escuchado esto dos veces en poco rato; de las únicas dos personas a las que les he contado lo ocurrido. Y he sentido rabia, la verdad.
¿Por qué nos pasamos la vida diciéndole a la gente que lo suyo no es para tanto y acto seguido nos sacamos una solución de la manga? ¡Tachán! Solucionado. ¿Por qué no respetamos el disgusto ajeno? Unos minutos, unas horas, un par de días o semanas. No sé… Un tiempo prudencial razonable en función de la intensidad de lo que le haya ocurrido.
Estoy disgustada porque le tenía mucho cariño a esa pulsera; porque era muy bonita, porque era un regalo de mis amigas Clara y Lorena, y porque me encantan las piedras; en particular, el lapislázuli, que te agasaja con la delicada sensación de tener un trocito de firmamento entre los dedos. Ahora tengo diez bonitas bolas que puedo tocar y contemplar, pero que no son suficientes para rodear ni siquiera mi delgada muñeca.

¡Venga ya! Es solo una pulsera.
Esto no me lo ha dicho nadie, me lo he dicho yo a mí misma, en un intento de reconducir la frustración y la pena que he sentido al ver cómo botaban las bolas y escapaban de mi ángulo de visión. Debe ser que en los últimos tiempos se me están rompiendo demasiadas cosas. Habrá, seguro, otras personas compartiendo conmigo la sensación de estar atrapadas en una tormenta perfecta que no acaba de pasar. Y habrá personas que no entiendan que toda esa energía que soy capaz de sacar para capear los temporales que arrecian contra mi humilde barca, me deje sola y abatida ante la imagen poco iluminada del reventar de un rosario de bolas de lapislázuli rebanadas de una bonita noche cuajada de estrellas.