Cada noche me asomo a sus refugios de color, para encontrarlas rendidas al abrazo de sus edredones, con sus ojitos cerrados y su pelo revuelto, tan suaves…
Les acomodo la ropa, retiro los muñecos que les merman espacio, corrijo malas posturas, acaricio sus caritas, las beso. Y pienso en que no hay dos niñas más bonitas en el mundo, más alegres, más tiernas, más mías.
Pienso en la calma que me transmiten antes de dormir, al verlas así, sumidas en sus sueños de color rosa y purpurina; jugando quizá con sus amigas y amigos en el parque, haciendo trastadillas que no encontrarán reprimenda mientras duerman.
Quiero pensar que son felices, que se sienten seguras en nuestro amor y cuidados; que saben que nos llena de orgullo su existencia, que son nuestro sentido y el proyecto más importante que hemos tenido entre las manos.
Cada mañana, cuando les digo “¿os he dicho alguna vez que os quiero mucho?”, Violeta se abraza a mí con toda la generosidad de su ternura. Olarizu, como un cascabelillo tintineante, me increpa risueña: “Pues claro, mami: ¡si nos lo dices todos los días!”. Y son las dos así, tan distintas, tan auténticas, tan contentas de tenerse la una a la otra; tan seguras de mi amor, princesas de mi reino, con polvo de oro en las manos, música en sus risas, primavera en las miradas y trote locuelo en sus pasos.