Escribo estas líneas que no leerás para insistir en que te pasas mucho, tía. Te aprovechas de mi condición de persona de talante amable y del desconcierto que me provocan los encontronazos contigo. Me incomodas. Me haces sentir despreocupada e irresponsable. Me tortura tu airada expresión corporal y tu desdén al dirigirte a mí, para censurar mi conducta e incluso mi ausencia de ella. No sé por qué haces eso. ¿No te gustan los puzles?
Te digo una cosa: bastante tengo con conciliar mi vida familiar y laboral, para tener que conciliar también mi esperanza en la paz de los pueblos con las ganas de soltarte una fresca definitiva que ponga fin a tu superioridad y a mi apocamiento.
Hazte mirar esa necesidad que tienes de sacudirme las pelusas de tus inseguridades y déjame en paz. Me pregunto por qué te arrogas la autoridad de juzgarme; me cabrea que determines que debería haber estado donde no estaba, que me pongas los objetos personales de mi hija en los brazos sin decirme ni palabra, que no me mires de frente… Y te diré más, querida: mi hija no se siente desvalida si no tiene una madre excelentísima para cogerle el abriguito y la mochila de camino al gimnasio, sabe vestirse solita para la actuación y no pasa frío con su top de espalda descubierta ¡porque está bailando!
Sé que te hago el caldo gordo, lo sé. Gracias a mí te sientes bien, reforzada en tu misión de madre, ahora sí, superiora (gracias por tu impagable aportación, Mercedes). Qué exiguo resulta ya el «excelentísima» referido a tu suprema y maternal condición.
En serio, un puzle te iría bien. Pongamos 1000 piezas, para acabar sin sobresaltos lo que nos resta de colegio.