Me he cruzado esta tarde con una mujer mayor que iba en silla de ruedas y empujada por un chico. Ha llamado mi atención, porque llevaba sobre el regazo una muñeca a la que agarraba de los brazos con cada una de sus estilizadas manos. Me ha parecido enternecedor en un primer momento; triste, a continuación, cuando mi cabeza ha empezado a interpretar la escena.
Lo primero ha sido identificar que me parecía tierna la infantilización de la señora. Lo segundo, sentirme condescendiente por la sonrisa emocional que me ha provocado verla con su pepona. Lo tercero, avergonzarme; porque que una mujer mayor lleve una muñeca agarrada como un tesoro es una evidencia de una deconstrucción personal. Y yo, como muchas personas, sé lo doloroso y lo cruel que es asistir al proceso en el que un ser querido vuelve sin remedio a experiencias de un tiempo, en el que lo que procede es caminar sobre la vida y no contra ella.
Es un mecanismo de supervivencia, lo sé. No hay otra manera de enfrentar el avasallamiento del deterioro cognitivo si no es dándole la vuelta. Si se comporta como una niña, reconectemos con todo el paquete emocional y sensorial que nos provoca una niña llevando su muñeca a todas partes. Será más fácil, aunque ni siquiera así podamos ignorar que la oscuridad seguirá ganándole terreno a la luz. Nos volveremos a reconocer mil veces más en esas actitudes maternales que nos hacen más naturales los cuidados, pero en mi fuero interno, siento con fuerza que deberíamos ser capaces de hacer del viaje de dejar de ser algo mucho más digno; en recuerdo de quienes fueron y lo que aportaron a quienes hoy somos.