La niebla se ha quedado más rato de lo esperado sobre nuestras calles. Nos ha tenido toda la mañana con esa sensación de humedad que hace sentir un frío que realmente no hace. Y cuando por fin ha salido el sol, ya era plena tarde de otoño, sumisa y resignada a perderle el pulso al ocaso apresurado, intransigente, de los días que no dan de sí.
He salido a dar un paseo después de comer. He caminado en sombra guiada por la luz reflejada en las fachadas, pero a cada banco al sol he llegado tarde. No he conseguido un lugar donde sentarme, cerrar los ojos y sentir el tímido calor que hubiera podido quitarme las gotitas de niebla del alma.
De vuelta, mientras sacaba las llaves del bolso, he recordado una escena de aquel sueño de hace un par de días:
Se me caían las llaves al suelo cuando iba a entrar en casa. Al incorporarme, me subían unas náuseas tremendas y vomitaba mi vida.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —preguntaba una voz a mi espalda.
—No es nada. Algo que me ha hecho daño.
Me daba la vuelta y salía a la calle a buscar la luz que me prometían las fachadas iluminadas, de una tarde robada a la niebla que se había crecido de más sobre nuestras calles.