Decir no tengo palabras es, en realidad, decir que las que hay, las que podría utilizar para expresar lo que siento, no me valen. No me valen, porque mi emoción tiene tal entidad, que le viene grande a cualquier intento de ser expresada. No hay palabras para expresar lo que se siente cuando se pierde a la madre.
La raíz quebrada, el frío por dentro, el llanto que no alivia, la soledad que serpentea entre el estómago y la garganta; las imágenes sin sonido, los sonidos sin conciencia de realidad; la tristeza en el andar, la postura abatida del cuerpo, el pelo perezoso, decaído; comer sin ganas, ganas de comer que son, en realidad, de llorar a solas; calles con demasiada gente, el último pañuelo de papel que ofreciste y que ahora necesitas con desespero; el abrazo que te da paz y en el que, al propio tiempo, te rompes; la actitud recompuesta, las frases hechas: no somos nada, es ley de vida, ahora ya descansa, son momentos muy duros, es como si no me estuviera pasando a mí, tú llora y sácalo, hay que hacer el duelo… Silencio.
Silencio.
No sirven. Es mucho más que eso. Pero cómo explicarlo si no hay palabras.