No ha parado de llover en dos días. Hace unos meses hubiera echado llamas de fuego por mi boca. Era el mes de julio y no tocaba nada de lo que nos procuraba un amanecer tras otro. Pero ahora es ya noviembre.
Llueve sin tregua y no me molesta. Me gusta la lluvia en esta época del año. La siento contra los cristales de casa, tintineando en los parabrisas del coche, salpicando mis botas. Me da paz esta lluvia tan limpia, tan segura de sí. La tierra pide agua. Agua y más agua para la tierra.
Septiembre se coló en mis días desnudo de ilusiones. Siguió el mes de octubre sin la espera de la llegada de un día marcado en rojo. Noviembre me ha devuelto las ganas de guardarme; de la lluvia, del frío, de algunas personas, de malas prácticas, de las eternas trampas que me pongo a mí misma. Está sucediendo ahora el final del verano: sin dramas, con satisfacción por su dilatada presencia.
Y pesar de ello, este noviembre, como todos, me parece un mes que se paladea triste. Noviembre me sabe a duelo y a días repentinamente breves. Noviembre me da sueño, me quita las ganas; arroja un adelanto del invierno que nunca me viene bien. En mi vida anterior debí ser ave migratoria y algún desarreglo del espacio/tiempo me dejó atrapada en el norte del país del sol. Así paso la mayor parte del año con la nostalgia del emigrante, en mi propia tierra.
Me resulta duro despedirme del sol y el calor pero no puedo zafarme y noviembre empapa mis horas, mis días, mis planes, mis miedos, mis sueños. Noviembre me sabe a duelo y a días repentinamente breves.