Que no me quiten el cielo de mi infancia. Aquel que estaba más allá de las nubes casi perpetuas de esta ciudad plomiza y sin luz, en la que necesito llevar siempre la chaqueta por si asoma el viento del Norte.
Que no me quiten ese cielo de mi infancia donde vive Dios y recibe a las personas buenas cuando mueren. Que no me quiten la esperanza de un lugar amable y cálido donde siento que están los seres queridos a los que ya no veré.
Que no me quiten la ilusión de sentirme más cerca de lo que no comprendo, cuando voy dentro de un avión que alza el vuelo; que no me niegue la física que podría respirar mejor si abriera la ventana y que no pasaria nada por sacar el brazo esperando sentir una caricia y el calor de esas manos que tanto añoro.
Que no me cambien el cielo por el firmamento y menos aún por el espacio. No necesito estrellas ni planetas que solo puedo ver cuando se va la luz. Porque el cielo de mi infancia es meta, paz eterna y el lugar desde donde nos cuidan quienes nos precedieron, y donde siempre, siempre, brilla el sol.
Que no me prive nadie del concepto quizá pueril, quizá obsoleto del cielo de mi infancia, porque adónde si no iré a pedir consuelo, intercesión y serenidad para mi soledad, mi pena y mi nostalgia.