El pasado 3 de julio terminé de escribir mi tercera novela.

No atravieso mi mejor momento y me cuesta ilusionarme. Pero, a ratos, lo consigo pensando en pequeñas cosas que me distraen de las grandes, con las que se me resiste sentir que puedo.
Sin embargo, escribir un libro es también algo grande. Cada picado sobre cada tecla, la historia trazándose en escaletas, los personajes naciendo, creciendo e independizándose con el avance de la narración; el trabajo de documentación, las revisiones, las modificaciones… Todo esto convierte el proyecto en una cosa importante; al menos, para quien firma todas esas horas de entrega y compromiso.
No me estoy enterando mucho de que he vuelto a hacerlo: ¡He terminado otro libro! Tengo el manuscrito aún en manos de un grupo de primera lectura, del que me están llegando aportaciones, comentarios y erratas agazapadas. Mi diseñadora favorita, Eme Demer Design, está ya trabajando en la cubierta… Y ha sido en los últimos días, cuando he empezado a tomar conciencia de que vuelvo a estar en ese momento mágico en el que toca compartir el trabajo de tanto tiempo. Aún no sé cuándo, aún no sé cómo, pero cada día es de descuento.
Cierro los ojos y cojo aire, mucho. Lo siento penetrando en mis pulmones hasta que ya no dan de sí… y lo voy soltando poco a poco, muy poco a poco… Abro los ojos: SABIA, mi tercera novela, a punto de romper el cascarón. ¿Es o no es un buen motivo para ilusionarse?