
Ocurrió a plena luz del día. Un tipo fuerte frenó mi trayectoria por la espalda, agarrándome los brazos, sin que pudiera verle la cara. Me empujó a zancadas hasta donde estaba la jaula. Liberó una de sus manos para abrirla y, acto seguido, con un nuevo empujón, me metió dentro y golpeo la puerta para dejarme encerrada. Pude ver su barbudo rostro y su cráneo afeitado durante un par de segundos, mientras se marchaba dejándome allí. Le grité:
— ¡Oye! ¿De qué va esto? ¡Sácame ahora mismo de aquí! ¡¡Oyeeeeeee!!
Me ignoró. Se metió en la tienda y mi mirada suplicó con urgencia la presencia de cualquier ser humano que pudiera ayudarme a salir de la jaula. Pero a las 14:08 del día 15 de agosto de 2022, en la gasolinera de Sant Joan de Labritja de Ibiza, no había nadie. Nadie.
Me entró el pánico.
Estábamos en plena ola de calor: 38 grados y esa humedad que derrota fácilmente a la gente del norte. Si una de las cosas que me encantan del verano es poder ir a la playa, lo que menos me gusta es volver: meterte en el coche con el bañador húmedo y la arena adherida a los pies y a las chancletas; en el cuerpo, la resaca que dejan el mar, la crema solar y las lágrimas dulzonas de la piel acalorada; el pelo acartonado y mal agarrado en una coleta, la tirantez de la cara, la temperatura en la base del cuello y en los hombros… Creo que me he quemado…
Todas esas sensaciones, se amplificaban en la conciencia de mi estado físico, entre las paredes candentes de mi celda.
Hacía un calor insoportable. La reja de la jaula ardía y no podía apoyarme. Ni pensar en intentar zarandearla para hacer ruido. Grité de nuevo:
—¡Socorroooooo! ¡¡Sácame de aquíííí!! —Estaba muy nerviosa y sentía la garganta tan seca que no podía respirar bien.
—¡Agua, por favor! ¡Necesito agua! —supliqué sin saber a quién ni cuáles eran sus motivos para haberme metido allí.
Ironías del destino, junto a la jaula había un frigorífico con bolsas de hielo. Lo había visto al bajar del coche para pagar el combustible en el interior de la gasolinera.
Cerré los ojos y visualicé una bolsa entre mis manos. Me esforcé por sentir los hielos a través del plástico, moviéndose entre mis dedos. Me aferré al recuerdo más reciente del frío: aquella misma mañana había sacado del congelador un par de latas de cerveza, para que no reventaran. Sonreí con la evocación, que empezaba a surtir efecto, y hasta pude reproducir en mi cerebro la sensación de rasgar la bolsa de hielos, sacar uno y pasármelo por los labios.
El calor era tan agresivo que el agua del deshielo comenzó a correr desde las comisuras de mis labios por todo mi cuello hasta el pecho. También desde los dedos de mi mano derecha hacia la muñeca y el antebrazo. Sentí un escalofrío de placer.
Abrí los ojos y mi ensoñación desapareció despiadadamente: —¡¡¡Socorro!!! —aullé—. ¡Necesito salir de aquí! ¡Voy a morir de calor! ¡¡Socorrooooo!!
—El cinturón —dijo una voz.
—El cinturón —repitió con urgencia.
—¡Macarena! ¿No oyes cómo pita? ¡Ponte el cinturón, que nos vamos!
Miré a mi marido sin entender muy bien qué hacía allí. Me reconocí sentada en el asiento del copiloto y, al girar la cabeza, vi también a mis hijas y a su amigo. El aire acondicionado cogía fuerza por segundos y desde las rejillas me soplaba en la cara, permitiéndome recuperar por completo la conciencia.
—¿Dónde estabas?
—En la jaula —dije señalándola a través de la ventana—. ¿Te imaginas?
—¿En la jaula?… ¿En la jaula? —rio.
La vida es así y, a veces, te lo pone en bandeja. Por los altavoces del coche… … Arde la calle al sol de poniente, hay
tribus ocultas cerca del río.
Esperando que caiga la noche estoy
Hace falta valor.
Hace falta valor.
Ven a la OLA de calor.