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Easy

Agarró la empuñadura del cuchillo jamonero con la mano que tenía libre. Con la otra mantenía el teléfono adherido a su oreja ardiente, tras los 17 minutos que llevaba en espera del 1004. Con las pupilas dilatadas y un ligero temblor en sus labios, decidió que no estaba dispuesto a seguir escuchando en bucle Easy, de Soul Catalys, ni aquel mensaje que sentía programado en su cerebro para el resto de sus días y que anticipaba la tragedia. Por última vez, vocalizó en un susurro inaudible aquellas frases:

«Nuestros agentes se encuentran ocupados. Queremos recordarte que en movistar.es tienes disponible toda la información de facturas, consumos y productos contratados; y podrás realizar todas las gestiones que precises. Si necesitas hablar con nosotros, por favor, mantente a la espera». Y, a continuación, la irritante cancioncilla…

Easy, Soul Catalyst

Soltó el cuchillo, puso el altavoz y consultó el registro de llamadas. Fue sumando en su cabeza el tiempo perdido durante ese mes de agosto en las llamadas al servicio de atención al cliente: día 9, 44 minutos y 4 segundos; día 11, 8 minutos y 50 segundos (lo que le costó gestionar la devolución de un importe correspondiente a la línea de otro abonado); día 22, 20 minutos y 30 segundos; día 25, 13 minutos y 32 segundos. Día 30 de agosto, una primera llamada de 24 minutos y 2 segundos; la segunda, de 17 minutos y 7 segundos. Calculó mentalmente: 4 horas y 11 segundos de sus vacaciones entregadas a la sodomización telefónica de Movistar.

Estampó el teléfono contra suelo y empuñó de nuevo el cuchillo jamonero. Como si estuviera dentro de una película de terror, la canción de Soul Catalys se puso en primer plano con un volumen atronador. De pronto, cual irónica revelación, identíficó el tema: Easy. «¿Easy?… ¡Qué cabrones…!», rio nerviosamente. «¡¡Qué cabrones…!!». Y dejó escapar una carcajada estremecedoramente descontrolada.

Comenzó a sentir espasmos por todo el cuerpo y ensancharse su mandíbula. Miró a cámara en el telefilm que se rodaba en su cabeza y arrojó una nueva carcajada absolutamente diabólica. Después volvió a pronunciar aquellas últimas palabras del mensaje pregrabado: «… mantente a la espera».

Armado y con las peores intenciones, avanzó por el pasillo hasta alcanzar la puerta que daba directamente a la calle. Con la venganza dibujada en sus ojos enrojecidos y en su escalofriante sonrisa, y entendiendo que ya había esperado suficiente, se dirigió sin pausa, pero sin prisa, a su destino final: «Por mí y por todos mis compañeros». Lo estaba bordando y, de pronto, «¡Corten! Es suficiente. Nos vale». Entregó el cuchillo al asistente imaginario de su set de grabación imaginario y, en la coherencia de su trastorno, dijo con seguridad: «Vamos a reventar las taquillas. Esta historia le va a llegar a la gente, ya verás».



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