Llevaba una eternidad sin publicar. No entraré en detalles, a la vida a veces le caigo mal y me castiga. Creo que es eso, pero yo qué sé.
El día ha comenzado irritante. He estrenado (o intentado) un gorrito de lluvia, para no ponerme la capucha. Cuando te mueves en bicicleta, a las capuchas las carga el diablo, porque se giran en sentido contrario a tu cabeza y no ves nada. Al grano: mi cabeza no era lo suficientemente grande e iba perdiendo el gorrito, cada pocos metros. Es una experiencia apasionante ir pedaleando entre el tráfico —arisco siempre con el ser humano bicicletero—, la calzada mojada, las hojitas del otoño más desapacible que recuerdo en los últimos años, los vehículos invadiendo el bicicarril (les encanta hacer eso) y la Policía Local siempre al acecho de mis rodadas, por si, desesperada, osara subirme unos metros a la acera y provocar su paradita autoritaria, su discursito insufrible sobre lo que es y no es sancionable y su libretita asomando del bolsillo mientras me guiña un ojo con la complicidad de las viejas amigas. En un arrebato, he recogido el gorrito con el puño y me lo he metido al bolsillo del abrigo. Me he mojado, claro.
La mañana ha sido estresante, como vienen siéndolo todas últimamente. He salido de trabajar y derechita me he ido a la oficina del tranvía, a renovar por enésima vez la tarjeta de una de mis hijas, porque el pago ha de hacerse en efectivo y la niña no tiene VISA. Me han pedido el DNI de la niña. ¡Ajá! Esa me la sabía de las otras mil veces anteriores y he desenfundado con un pelín de chulería, sí. Pero:
—Necesito una foto de la niña, porque esta es de hace varios años.
Nooooo… Me he quejado, así como hago yo; lo hago genial. He soltado el socorrido discurso de la madre a la que le tocan todos los titos que generan sus criaturas y que se va a tener que ir de balde, con el recado sin hacer, por la absurda norma de tener que pagar con tarjeta:
—Ah. Pero es que ahora ya se puede pagar en efectivo —me dice.
Y, digo yo: qué oportunidad perdida de mandar un SMS informativo que, para variar, podría ser relevante, y no habría yo hecho el viaje para nada. Me he puesto la frustración sobre la cabeza y he comprobado que encajaba a la perfección; no como el gorrito.
Siguiente punto del orden del día: la luz delantera de la bicicleta: se suelta un cablecito y se apaga. Y me convierto en suculento alimento para ya sabéis quiénes, que huelen mi infracción desde comisaría y echan a la calle varias patrullas para localizarme.
Me voy al taller, pero el experto en las incidencias de mi superbici está de viaje: pásate el jueves o el viernes y él te lo mira. Dos de dos.
Paso de la vida. Me he ganado un kit kat. Me voy a tomar un café y una media trenza, a ver si el azúcar me sube al cerebro y se me despeja el nubarrón.
—2,95 € —Saco el móvil para pagar.
—Tiene que ser un importe mínimo de 5€ —Me viene a la cabeza la oficina del tranvía y su apuesta inclusiva por el dinero en efectivo.
Quiero gritar, pero sonrió. Maldito el día en el que fui adoctrinada para la amabilidad. Abro las alforjas de la bicicleta, saco mi bolso, busco el monedero… No está. Lo he sacado en el trabajo para comprarle un boleto de algo al hijo de mi jefe.
—No tengo el monedero. Así que dame, no sé… una bolsa de magdalenas.
Y entonces ya sí: he podido pagar con el móvil.
Vaya mierda de kit kat, cuyo objetivo era recuperar la templanza. Estoy de los nervios ya. Me ha sentado de pena el café, pero he estado este ratillo escribiendo, que ya lo necesitaba.
… y nosotras, tus lectoras, te necesitábamos a ti.
Gracias por volver.
Si es que yo no debería salir de aquí, mi querida Raquel. Es donde mejor estoy, siempre hace calor. Gracias